Recuerdos de una lluvia pasajera
Algodón cargado. Inmensamente gris. Tan inmenso que cubre todo el lienzo. Tan gris que opaca los demás colores. Se infla, más y más, hasta que casi se escapa agitado del tapiz. De pronto, parece volverse pesado. Ese peso aparente produce sensación de agotamiento, hasta simular la caída de la hoja que ya es toda gris. Hasta que de un instante al otro, el frío hace lo suyo y comienza a descargar. Poco a poco, siento las gotas caer en mi cara. Tiñéndome de un nuevo gris, pero no un gris triste. Entonces detengo mi caminata. Miro hacia el cielo y comienzo a sentir las líneas que marcan las gotas en mi cara. Hasta que el cabello se me empapa y las ropas adquieren nuevo peso. Mi pelo empieza a devolverle al mundo la lluvia que robó, mientras yo sigo sintiendo el correr del agua por mis brazos, refrescándome, abrigándome, abrazando mi cuerpo.
Repentinamente, un escalofrío alcanza mi cuerpo. El viento comienza a soplar, a llevarse la nube. Deja de llover. Comienza a atardecer, cae el sol, que no se veía, pero que de alguna forma ahí estaba, pues si no, no sería posible ver la mezcla de colores que se producía. El viento había corrido la nube lo suficiente como para ver la puesta del sol y la increíble mezcla de colores que se formó en el cielo. Volví a pararme, para admirar el fenómeno: la nube había desaparecido por completo. El cielo era negro de un lado, y mostraba la alucinante mezcla del opuesto. Como si todo estuviera pintado sobre un inmenso papel tapiz. Con acuarelas, acrílicos y todo.